Los orígenes de CICA y su presencia en la
próxima bienal de arquitectura.
Si
nos remontamos a la importancia de la teoría de la crítica de la arquitectura
empezamos a develar el rol que juega con respecto a la cuestión urbana y su
funcionamiento con el individuo. Los principios teóricos son herramientas
esenciales para el desarrollo de ésta cuestión urbana y muchas veces establecen
posiciones adoptadas respecto de la categorización de la problemática de las
ciudades. El
prócer de la arquitectura moderna, Le Corbusier en la carta de Atenas en el año
1933 realiza el primer manifiesto urbanístico redactado en el IV Congreso Internacional de Arquitectura
Moderna (C.I.A.M.), pero fue publicado por razones políticas de su autor recién
en1942.
La
Carta de Atenas advertía sobre la razón de ser del futuro urbano, delineando
los puntos doctrinales para la organización física de la nueva complejidad
social de las ciudades.
El
valor de aquel enfoque permite recordar su criterio conceptual inicial.
“La
ciudad no es más que una parte del conjunto económico, social y político que
constituye la región. La unidad
administrativa raramente coincide con la unidad geográfica, esto es, con la
región. La delimitación territorial administrativa de las ciudades fue
arbitraria desde el principio o ha pasado a serlo posteriormente, cuando la
aglomeración principal, a consecuencia de su crecimiento ha llegado a alcanzar
a otros municipios, englobándolos a continuación, dentro de sí misma.
“
Luego
de haber comenzado un nuevo milenio, los cien últimos años del milenio
anterior, podríamos denominarlo "el siglo de la arquitectura". Por
lo menos, la producción de arquitectura en el mundo entero, ha sido la mayor de
la historia durante esta centuria.
El
dato no para desdeñar, sobre todo si recordamos, con el filósofo alemán Walter
Benjamin, que "las edificaciones han acompañado al hombre desde sus
primeros tiempos", y que "la historia de la arquitectura es más larga
que la de cualquier otro arte" y "y no se ha interrumpido
jamás".
Debemos
pensar de qué manera vamos a entrar en el tercer milenio, con qué aportes y
propuestas. La arquitectura está llamada a ejercer un papel decisivo en esta
materia. Lo estuvo siempre, pero el llamado es más perentorio, si tenemos en
cuenta que en el año 2005, la población del mundo ronda los 6.500 millones de
habitantes, la mitad de los cuales han de vivir en ciudades.
La
arquitectura constituye un asombroso ejemplo de la expansión artística de
nuestro tiempo. Por eso, hoy es entendida no sólo como el arte de construir
edificios sino como el arte de construir el entorno humano. Y, sin duda, es
posible (y necesario) considerar al entorno humano como la realización máxima
de la estética arquitectónica, aunque no, por cierto, en el sentido
tradicional, que exige eliminar todas las observaciones prácticas y adoptar un
distanciamiento contemplativo respecto de la obra de arquitectura.
Por
lo contrario, el entorno humano (y todo entorno humano es mayoritariamente
urbano en nuestros días) suscita y, a la vez, compendia una experiencia opuesta
a este sentido tradicional de las concepciones estéticas: es la experiencia de
un compromiso humano que la arquitectura siempre quiso demostrar y a menudo
logró plasmar.
Como
realización de una estética arquitectónica que ya no es primariamente visual y
formal, el entorno urbano supone y requiere una estrecha participación entre el
sujeto que percibe, y el objeto percibido, participación que se conjuga con los
intereses históricos y culturales del individuo.
Hay
una mutua correspondencia entre persona y arquitectura. El espacio necesario
para las actividades que debe albergar un edificio, las circulaciones, la luz,
la temperatura, el soporte estructural, los materiales de construcción, las
superficies, son consideraciones prácticas. Pero ellas generan, al mismo
tiempo, las condiciones perceptivas que determinan y guían el funcionamiento
humano.
Un
pórtico tiene tanto ritmo como el peatón que pasa debajo de él. En las unidades
modulares de hormigón premoldeado, existe movimiento, como en los ojos que las
observan.
Los
espacios cerrados no sólo sirven para contener actividades: son aprehendidos
cinéticamente, así como las texturas de sus superficies apelan a la vista y al
tacto. La luz no sólo hace posible el ejercicio de tareas específicas: también
crea espacios y, por medio de sus sombras, evoca masas. En suma, la
arquitectura es inseparable e indisociable del ser humano, y lo ha sido desde
sus comienzos.
La
metrópolis moderna ha sido construida por seres humanos, ciertamente, pero ella
no siempre los ubica en el centro experiencial. Los típicos rascacielos
sobrevuelan opresivamente al peatón, reduciéndolo a una vulnerable
insignificancia. Sin embargo, somos importantes a nuestros propios ojos, si no
lo somos a los ojos encristalados de los edificios en cuya compañía podemos
encontrarnos; y así entramos en una dinámica relación con ellos.
Si
bien podemos concebir a cualquier estructura arquitectónica como un volumen
estable y a nuestro cuerpo como un volumen móvil, el entorno construido es, en
verdad, un todo dinámico, en el cual personas y estructuras entablan y afianzan
relaciones recíprocas que cambian de manera constante. Hasta podemos definir a
la arquitectura como el arte de construir un entorno activo sobre la base del
espacio, el volumen y las otras modalidades perceptivas del lugar.
Hay,
una indisoluble reciprocidad entre individuo y entorno, entre acción y
respuesta humanas de un lado, y características y cualidades del entorno, de
otro lado. La reciprocidad es, por cierto, un elemento constante en la
experiencia del entorno.
Pero
el entorno tiene también una dimensión temporal, que adquiere su forma elástica
a partir de los movimientos de aquellos objetos que lo constituyen. Masas,
colores, luces, líneas y sonidos se fusionan en nuestra percepción, y sólo los
distinguimos en las actividades conceptuales de ordenar y controlar la
experiencia. El cuerpo es igualmente parte de esta amalgama y sus procesos
componen un modo de vivir en el entorno, tanto como caminar o conducir son maneras
de movernos sobre la superficie de la Tierra, o como nadar o navegar son medios
de atravesar una extensión de agua.
Para
la persona, esto es ser, según
Heidegger. Ser humanos es estar en la tierra, habitar. Y esto es además lo que
significa construir edificios. Construir, dice Heidegger, es una manifestación
del habitar, del estar en la tierra, un hecho oscurecido por las formas más
evidentes en que ese habitar y ese estar se expresan, tales como cultivar la
tierra y erigir inmuebles. Así, el entorno no es el objeto de un acto subjetivo
de contemplación sino la condición de nuestra vida.
El
diseño urbano no puede limitarse al ordenamiento de espacios públicos y
privados sino que debe además crear secuencias experienciales. La ciudad debe
ser legible. Sus imágenes tienen que ser reconocidas de inmediato por el
habitante. Pero además de las atracciones visuales, es preciso que la ciudad
ofrezca estímulos auditivos, que vayan más allá del estruendo del tráfico;
percepciones táctiles y olfativas, que sirven para distinguir los diferentes
escenarios urbanos; y la conciencia del movimiento. La planificación urbana ha
de volcarse a modelar experiencias instrumentales. Jürgen Habermas ha destacado
con acierto cómo la generalización de los tranvías, hacia mediados del siglo
XIX, revolucionó la experiencia del tiempo y del espacio entre las masas
urbanas, lo que también importó modificar la percepción de las ciudades por sus
habitantes.
La acción
de los críticos no debe ser comprendida como
la formulación de juicios sobre los arquitectos y sus obras, sino una
investigación de su diseño, historia y relaciones.
CICA fue
fundado en ocasión del XIII Congreso de la Unión Internacional
de Arquitectos (UIA) realizado en México en 1977. Impulsado por Bruno Zevi y
Pierre Vago, el Comité se propuso conciliar las relaciones entre arquitectura y
crítica, y promover el diálogo entre ambas prácticas.
La Carta del Machu Picchu está firmada por Bruno Zevi, Jorge Glusberg, Fernando Belaúnde
Terry, Félix Candela, Francisco Carbajal de la Cruz , George Collins, Leonard J. Currie, Mark
Jaroszewicz, Santiago Augusto Calvo, Oscar L. de Guevara, Alejandro Leal
García, Reginald Malcolmson, Ann Arbor; Dorn Mc. Grath, Luis Miro Queseda
Garland, Carlos Morales Machiavello, Guillermo Payet Garreta, Paulo Pimentel
Morales, Felipe Prestamo, Héctor Velarde, Fruto Vivas, Manuel Ungaro Zevallos,
Oscar Alvarez, Elizabeth Carrarco , Charles Eames, José Luis Sert, Buckminster
Fuller, Gordon Bunshaft. John Mc.
Ginty, Jerzy Zoltan, Paul Rudolph, Bruce Graham, James Swann, Pier Luigi,
Ricardo Legorreta, Pedro Ramirez Vasquez, Julian Ferris, Kenzo Tange, Kunio
Mayekawa, Oscar Niemeyer, Brian Henderson,
Alejandro Moser, Enrico Tedeschi, Amancio Williams, Clorindo Testa y
Daniel Ramos Correas y luego difundida en coincidencia con el Congreso de la
Unión Internacional de Arquitectos en México en 1978. La Carta
de Machu Pichu fue recuperada para otra utopía, edificar el futuro ante el
crecimiento de los asentamientos humanos y la advertencia de la disponibilidad limitada
de los recursos humanos y naturales.
Sus
actividades mostraron siempre su convicción de que la crítica debe ser
reconocida como parte del proceso arquitectónico desde el inicio del proyecto
hasta el final de la obra.
Uno de sus
miembros, Louise Merelles recordó la primera declaración en México: “Fue una
Babel de lenguajes pero poco a poco se fueron desprendiendo ideas y puntos de
vista compartido por todos los asistentes. Finalmente, gracias a la claridad de
visión y el poder de síntesis de Bruno Zevi, se redactó una Declaración de
Principios”.
En el
encuentro en Barcelona, las sesiones públicas se realizaron en la Fundación Joan Miró
(1979), acompañadas por la publicación de los textos presentados, en un libro
titulado Architectural Theory and Criticism
(Teoría y crítica de la arquitectura).
Al año
siguiente, en Buenos Aires, se editó
Is
Architecture a Language, and in what sense? (¿Es la
arquitectura un lenguaje, y en qué sentido?). Finalizadas las sesiones se
redactaron los Estatutos que se encuentra actualmente en la sede CICA en
Londres. El CAYC fue durante los primeros quince años la secretaría y
coordinadora de la institución.
Bruno
Zevi, figura central del Comité, se
había graduado en la
Harvard University , Massachussets, en 1942 y se doctoró en la Universidad de Roma en
1945. Internacionalmente reconocidos son sus libros, ya clásicos (traducidos a
todos los idiomas), Saber ver la
arquitectura, El lenguaje moderno de la arquitectura y Lenguaje de la arquitectura contemporánea, que lo convirtieron en
el historiador más importante de la arquitectura moderna. Cuestionó la postura
de arquitectos y teóricos que apoyaban lo que se generalizó como movimiento postmoderno defendido
por el inglés Charles Jencks y el editor
de A.D. (Architectural Design,
revista dirigida por Andreas Papadakis), en Londres.
La
dedicación de Zevi y el valor de su sucesor Kenneth Frampton, impulsaron el
carácter relevante que adquirió el ejercicio de la crítica desde la creación
del Comité.
Mi padre
Jorge Glusberg fundador del Cayc en una entrevista declaraba lo siguiente con
respecto a CICA y su creación junto a Bruno Zevi. Un poco contando los orígenes
de CICA y su funcionalidad hasta hoy en día.
“Ya desde sus comienzos, el CAYC ofreció tribuna a los arquitectos argentinos
e internacionales, y espacio a las muestras de esta disciplina creativa. Tres
de los miembros del Grupo CAYC son arquitectos: Bedel, Benedito y Testa. Así,
en definitiva, la arquitectura no es un episodio tardío en mi vida ni en la
vida del Centro de Arte y Comunicación.
Son dos preguntas. Empecemos por la primera. El Comité Internacional de
Críticos de Arquitectura (CICA) era una necesidad sentida por muchos, en
diferentes partes del mundo. Yo era uno de esos muchos. La crítica de
arquitectura debía ser “institucionalizada”, porque, como la crítica de arte,
es un factor indisociable de la creación.
A fines de 1977, invitado por la Universidad Federico Villarreal, de
Lima, participé de la reunión de arquitectos, críticos y teóricos destinada a
elaborar la Carta de Machu Pichu.
Llevé, para ese cónclave, un ensayo: Hacia
una arquitectura topológica, el primero de mis libros sobre arquitectura y
arquitectos.
Al margen de las reuniones, el tema del CICA apareció por sí solo,
sin que nadie lo trajera a cuento; es que todos los allí presentes –entre
ellos, Bruno Zevi- veníamos pensando en ese tema. A través de un trabajo en
común de más de quince años aprendí muchísimo de este gran historiador.
Jorge Glusberg Bruno Zevi |
Fue entonces, cuando el CICA comenzó a nacer. La verdad es que no tardó
en nacer: porque fue fundado nueve meses después, el 26 de octubre de 1978, en
México, en el marco del XIII Congreso Mundial de la Unión Internacional de
Arquitectos (UIA), cuyo presidente honorario de entonces, Pierre Vago,
"apadrinó” la creación del CICA.
Me enorgullece, por cierto, haberme contado entre los firmantes de la
Declaración de Principios del CICA, junto a Zevi, Max Blumental, Louise
Mereles, Mildred Schmerz y Blake Huges. Por último, el CICA quedó constituido
el 19 de julio de 1979, en Barcelona, en un primer encuentro internacional, que
tuvo veintiséis participantes y fue organizado por el CAYC y la Fundación Joan
Miró. El resto es historia conocida, y el CICA ya tiene más de veinte años.
En tres oportunidades llevamos a cabo encuentros en U.S.A. aprovechando
el hecho de que yo trabajaba en New York University como profesor asociado
desde 1981.
En cuanto a la segunda pregunta, debo decir que para mí no sólo siguen
vigentes los tres principios básicos del CICA: ser un espacio de debate y aun
de polémica, entre arquitectos y críticos; entender a la crítica como un
elemento indisociable del proceso arquitectónico, desde la elaboración del
programa hasta los últimos detalles del diseño; y, por último, tener la certeza
de que la crítica es un incentivo esencial para el logro de más audaces e
independientes formas de creatividad. Creo que estos principios tienen hoy una
mayor vigencia, y que el CICA debe trabajar con todo ahínco para llevarlos
adelante. En este sentido, debería tener una presencia más nítida, más intensa,
más viva, ya por medio de publicaciones permanentes, de difusión en la prensa
internacional, de la edición de libros. El CICA debería crear secciones en cada
país, de modo de que su labor se vea acrecentada por las labores particulares
de sus secciones nacionales. Sería esta una manera de visualizar y afirmar esa
presencia, de habilitar un diálogo más sistemático y una participación más
efectiva entre arquitectos y críticos. De tal forma, las reuniones
internacionales del CICA se verían fortalecidas por la masa de aportes de cada
sección nacional. En cuanto al establecimiento de un código de conducta para la
profesión, estoy de acuerdo, pero siempre y cuando no se transforme en un
reglamento autoritario y falto de equidad. Ese código debería, como el CICA,
“institucionalizar” la crítica de arquitectura, definir su importancia capital,
valorar el papel del crítico, señalar las formas de ejercicio de su profesión,
los objetivos a lograr, los ejes de coincidencia con el arquitecto, las vías
del debate y la colaboración, los límites éticos de la crítica y del crítico.
Desde luego son necesarios vínculos cada día más estrechos entre el CICA
y la UIA (Unión Internacional de Arquitectos), que deben reflejar la
vinculación de la base entre críticos y arquitectos. La existencia por separado
de las dos organizaciones no puede, en ningún caso, limitarse el papel del CICA
a su presencia en los congresos mundiales de la UIA. Por lo contrario, las
relaciones entre ambas entidades han de ser permanentes, sistemáticas.
Al responder a la segunda parte de su pregunta anterior, sostuve la
vigencia de los tres principios capitales que dieron origen y filosofía propia
al CICA, uno de los cuales precisamente señala a la crítica honesta e
imparcial, documentada y seria, como un hecho indisociable del proceso
arquitectónico. ¿Cómo asegurar esta participación de la crítica? También en mi
respuesta a la segunda parte de la pregunta anterior enuncio algunas formas de
fortalecimiento de la presencia del CICA, que deben leerse como ideas
tendientes a garantizar o afirmar la intervención indispensable de la crítica.
El impacto de la Bienal de Arquitectura de Buenos Aires en la América
Latina ha sido grande, sustantivo, como lo ha sido en el resto del mundo, y lo
digo sin falsa modestia. Llevo años predicando la necesidad de crear un
“circuito latinoamericano” para el arte y la arquitectura, que pueda sumarse al
circuito internacional que une a los Estados Unidos, Europa y países del Asia,
como Japón. Es mucho lo que hemos avanzado en la materia, pero todavía falta
mucho por hacer. Entre tanto, la Bienal de Buenos Aires, como punto de
encuentros y de intercambios, es un eslabón de ese circuito: los arquitectos
argentinos y sus colegas de los demás países latinoamericanos tienen
oportunidad de dialogar con los arquitectos del mundo entero, quienes, desde
luego, tienen la misma oportunidad. Cuando vuelven a sus países, unos y otros,
vuelven enriquecidos por el conocimiento de las ideas y las experiencias de
cada uno. Por lo demás, preciso es no olvidar que la arquitectura
latinoamericana ha dado aportes de alto valor y los sigue dando, y que ha
tenido y tiene verdaderos maestros, reconocidos en todas las latitudes. Me
agrada recordar que César Pelli, Rafael Viñoly, y Emilio Ambasz, son
argentinos.
La participación estudiantil en la Bienal de Buenos Aires es una de las
características que la distinguen desde su primera edición, en 1985. Me
atrevería a decir que en ningún otro encuentro internacional es tan numerosa y
atenta la participación de los estudiantes.
Con la Bienal de Buenos Aires ocurrió lo mismo que con el CICA. La idea
estaba en muchas cabezas: sólo se necesitaba ponerla en marcha. El
restablecimiento de la democracia en la Argentina, a fines de 1983 –después de
casi ocho años de dictadura militar, la más cruenta y dolorosa que haya sufrido
nuestro país en su historia contemporánea-, fue el gran estímulo para la
organización de la Bienal: costó esfuerzos tremendos pero tuvo y tiene
resultados excepcionales. Han pasado quince años y ocho ediciones. Hubo grandes
cambios, pero yo los resumiría diciendo que tienen que ver, sobre todo, con el
número cada vez mayor de personalidades de la arquitectura, el pensamiento y el
arte que vienen a Buenos Aires para la Bienal; con el creciente interés de la
prensa argentina y del exterior por este encuentro; con el aumento del público
que sigue las conferencias y las muestras de la Bienal –no sólo estudiantes y
profesionales sino también gente común-; y con el hecho, que nos enorgullece,
de que durante los siete días de la Bienal, Buenos Aires es una “moveable
feast”, como la que Hemingway halló en París y describió en su libro
inolvidable.”
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